Serpiente asiática como animal de compañía

Illegal trafficking

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Hace unos días la prensa española se hacía eco del caso de un joven de 27 años que fallecía en el Hospital de Punta Europa (Algeciras, Cádiz) a causa de la mordedura de una víbora asiática. Este ejemplar es uno de los miles de animales salvajes y exóticos que son comprados y traídos a nuestro país ilegalmente para satisfacer la demanda de mascotas. Se trata de animales capturados de sus entornos naturales y/o criados en cautividad con un único fin: mercadear con ellos. En muchas ocasiones los animales mueren en el traslado a su nuevo hogar debido a la falta de control y seguridad sanitaria que envuelve este negocio. Y cuando finalmente llegan a él, están condenados a vivir una vida para la que no habían nacido. Otras veces el animal es mutilado o descuartizado para ser traficado en partes. Se suele decir que sin demanda no hay mercado pero en el tráfico ilegal de vida silvestre esta es muy elevada. Lamentablemente la sociedad no es consciente del problema hasta que no se producen casos graves o afecta directamente a su propio bienestar, como es el caso del chico de Algeciras, el temor colectivo por la búsqueda de un animal peligroso huido, o el impacto que tienen especies invasoras en ríos y cultivos, por ejemplo. En Criminología verde los casos de tráfico ilegal de animales y plantas son considerados “abuso de animales no humanos” y se relacionan con el término especismo. Este describe como “el menosprecio y el trato perjudicial que los humanos dan a las especies no humanas, así como la percepción humana de los animales no humanos son menos dignos de preocupación, compasión o justicia que los humanos” (Mol et al., 2018, 16). De ahí su cosificación e incorporación junto a otros objetos (drogas y armas) e incluso personas (mujeres y niños víctimas de trata) a comercios prohibidos e incontrolados (South y Wyatt, 2011).

A pesar de la alta mortalidad existente en el rapto y transporte de animales salvajes los beneficios económicos son tales que las cuentas siguen cuadrando, y mucho. Las redes organizadas de criminales aprovechan los bajos niveles de detección y control, así como la baja cuantía de las sanciones aplicadas en los países exportadores (generalmente desfavorecidos) para seguir lucrándose con elevada impunidad. Así, un campesino pobre puede subsistir robando crías de loro al tiempo que contribuye al negocio internacional. Este mercado clandestino supone una amenaza para la desaparición de ciertos animales y plantas, desestabiliza los hábitats autóctonos y genera sufrimiento y dolor para los animales. Además, cuando se trata de animales peligrosos, suponen una amenaza para sus propios dueños y terceras personas.

Algunos autores apuntan que un aumento de las sanciones a través de convenios internacionales podría perjudicar el lucro de los países (Birkeland, 1993; Gruen, 1993; Lemieux y Clarke, 2009; Reeve, 2002), como sería el caso de la CITES (Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres). Sin embargo se critica que los intentos efectuados por los convenios pretenden más controlar que prohibir (Mol et al., 2018, 288). El control se efectúa determinando qué especies en particular pueden ser traficadas, en qué condiciones y cantidad, con qué permisos y documentos de viaje, etc. Lo anterior resulta fácilmente falsificable y el resultado es una protección superficial de animales y plantas en el marco de un tráfico ilícito con aspecto legal.

Las perspectivas ecofeministas explican porqué el debate no se centra en la prohibición. Señalan que la explotación de los animales como recursos naturales está normalizada y la devaluación que sufren permite su explotación como recurso y no su protección como víctima. Y lo mismo sucede con las mujeres que, desde una óptica patriarcal, son consideradas como víctimas legítimas para ser explotadas a manos del hombre. Según Gruen (1993) mujeres y animales desempeñarían la misma función simbólica. En este sentido, es hora de plantearse desde un punto de vista ético y social la relación que el ser humano mantiene con otros animales. Los instrumentos legales son necesarios pero limitados. Es necesario cuestionar “los derechos autodeclarados de los seres humanos para explotar a otras especies y a la naturaleza” (Mol., et al, 2018, 293) teniendo en cuenta los nefastos impactos sobre el planeta. El cambio tiene que ser promovido desde la educación y la concienciación social otorgando mayor visibilidad y trascendencia mediática al daño que genera el abuso a los animales en todas sus formas.

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